Si la ciencia es la constelación de hechos, teorías y métodos reunidos en los libros de texto actuales, entonces los científicos son hombres que, obteniendo o no buenos resultados, se han esforzado en contribuir con alguno que otro elemento a esa constelación particular. El desarrollo científico se conviene en el proceso gradual mediante el que esos conceptos han sido añadidos, solos y en combinación, al caudal creciente de la técnica y de los conocimientos científicos, y la historia de la ciencia se convierte en una disciplina que relata y registra esos incrementos sucesivos y los obstáculos que han inhibido su acumulación. Al interesarse por el desarrollo científico, el historiador parece entonces tener dos tareas principales. Por una parte, debe determinar por qué hombre y en qué momento fue descubierto o inventado cada hecho, ley o teoría científica contemporánea. Por otra, debe describir y explicar él conjunto de errores, mitos y supersticiones que impidieron una acumulación más rápida de los componentes del caudal científico moderno. Muchas investigaciones han sido encaminadas hacia estos fines y todavía hay algunas que lo son.
Sin embargo, durante los últimos años, unos cuantos historiadores de la ciencia han descubierto que les es cada vez más difícil desempeñar las funciones que el concepto del desarrollo por acumulación les asigna. Como narradores de un proceso en incremento, descubren que las investigaciones adicionales hacen que resulte más difícil, no más sencillo, el responder a preguntas tales como: ¿Cuándo se descubrió el oxigeno? ¿Quién concibió primeramente la conservación de la energía?.
Quizá la ciencia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales. Simultáneamente, esos mismos historiadores se enfrentan a dificultades cada vez mayores para distinguir el componente "científico" de las observaciones pasadas, y las creencias de lo que sus predecesores se apresuraron a tachar de "error" o "superstición". Cuanto más cuidadosamente estudian, por ejemplo, la dinámica aristotélica, la química flogística o la termodinámica calórica, tanto más seguros se sienten de que esas antiguas visiones corrientes de la naturaleza, en conjunto, no son ni menos científicos, ni más el producto de la idiosincrasia humana, que las actuales. Si esas creencias anticuadas deben denominarse mitos, entonces éstos se pueden producir por medio de los mismos tipos de métodos y ser respaldados por los mismos tipos de razones que conducen, en la actualidad, al conocimiento científico. Por otra parte, si debemos considerarlos como ciencia, entonces ésta habrá incluido conjuntos de creencias absolutamente incompatibles con las que tenemos en la actualidad. Entre esas posibilidades, el historiador debe escoger la última de ellas. En principio, las teorías anticuadas no dejan de ser científicas por el hecho de que hayan sido descartadas. Sin embargo, dicha opción hace difícil poder considerar el desarrollo científico como un proceso de acumulación.
La investigación histórica misma que muestra las dificultades para aislar inventos y descubrimientos individuales proporciona bases para abrigar dudas profundas sobre el proceso de acumulación, por medio del que se creía que habían surgido esas contribuciones individuales a la ciencia.